Si no se hubiera derramado el tiempo
sin darme la más mínima importancia,
aún atraparía palabras peligrosas
y me haría algún selfie encinta de sus letras.
Si no hubiera dejado que mi voz
rodara como un tronco metafórico
y llenara de símbolos el aire,
sería invulnerable al desaliento
y tendría tres mundos que contarte
repletos de ciudades inventadas.
Seguramente tú, olvidado del asco,
caminarías todas sus aceras
y te reflejarías -nube- en los escaparates
vestido de persona y con el móvil
cerrado a cal y canto
por eludir inútiles disturbios.
Pero me fui empapando de impaciencia,
me mojé de vacío
me humedecí de ira
y desaté los perros de la boca
como si fuera el último verano
y yo su desmesura.
Era tanta mi hambre
y tú eras tan hombre
que me comí a mí misma
por comerte.
No sirvo. Ya no sirvo
para fingir que todo está normal.
Que no amenaza lluvia la mañana
ni burka mi orgullosa cabeza,
que no amenaza fiebre mi termómetro
ni miedo mi templanza.
No dejo de mirarle mientras se quedan mudas
sus campanas de euforia
y rezuma cansancio por los poros,
todo silencio en la última trinchera.
No deja de mirarme por si acaso,
se me llena de pétalos la sangre
y le apuñalo el alma con su aroma.
Hay que incendiar la isla silenciosa
y ungirnos el dolor con sus cenizas.
Que nadie se dé cuenta, corazón,
que estoy a un tris de fugarme a sus ojos,
porque nada de fuera es suficiente.
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