A mí me tocan los malos
como a las dulces los buenos,
los asesinos me tocan
los torcidos, los rastreros,
los amargados profundos,
los pozos de desespero.
A mí me tocan los hombres
más oscuros y siniestros,
los de la ira en la boca
y el maltrato entre los versos,
angustiados dominantes
con la lengua de escalpelo
y una serpiente pitón
durmiéndoles sobre el pecho.
A mí me tocan halcones,
cuervos, buitres carroñeros,
como a otras con más suerte
tortolitos abrileños
con las tragaderas amplias,
limpitos y bien dispuestos
que no levantan la voz
ni te alborotan los sueños.
Me tocan los afilados,
los que cargan los acentos
en la cara de la vida
que se oculta al pensamiento.
Los torvos que deambulan
por el bajo astral del cuento
y ajustan todas sus cuentas
sin pedir cuentas al viento.
Los locos y los suicidas,
los kamikazes de acero,
los que esconden en el alma
un arsenal de misterio,
los malditos no poetas,
los gurús de mal agüero,
los arúspices que en prosa
te desentrañan el cuerpo
y se vengan del amor
con los gritos del silencio.
Y así podría seguir
hasta el fín del sentimiento
hablando de hombres capaces
de provocar aguaceros
que te anegan los instintos
mientras se arrancan el cuero
y te lo ofrendan sangrante
alguna vez que son tiernos.
Y no me asusto ni espanto
ni se me eriza el cabello
ni trastabillo furiosa
ni me acobardo ni rezo
ni temo a dioses menores
aunque tengan ojos negros,
porque es cuestión de equilibrio
y hasta es justo que en el tiempo
a una muerta como yo
sólo la quieran los muertos.
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